miércoles, diciembre 14, 2011

LA ALEGRÍA DE (RE)LEER


No sabría cómo hacer una crítica a un poemario. Ha de ser porque creo que sólo se puede decir que la poesía es mala o buena. Y nada más. Siendo así diré que "Testamento involuntario" de Héctor Abad es un libro de buena (muy buena) poesía. Abandono yo la crítica y paso al simple comentario.

Lo he leído con la alegría que da el deseo de releer, aún cuando mis ojos pasaban sobre esas líneas por primera vez. Lo he leído escuchando la música de las palabras y sintiendo el silencio que viene después. Conviene leerlo en voz alta. Usted sabrá si a solas o al oído de alguien.

Lleva la poesía, la buena poesía, un compromiso con la verdad incluso a la hora de mentir. Aquí no hay ficción porque cada página es sinceridad. Ha de sentirse mucho frío al escribir poesía porque difícilmente se puede estar más desnudo.

Poemas ensimismados, casi poemas de amor, poemas de viaje, de la tierra, desesperados, poemas políticos, poemas familiares... esas son las aguas por las que navega esta barca que llega a buen puerto al encontrar los ojos dispuestos del lector.

Un hombre reunido no es lo mismo que un hombre resumido. Aquí está reunido en 46 poemas el hombre que vence el pudor y admite -ya en público- que antes de escribir novelas, ensayos, cuentos, crónicas o columnas de opinión sus letras buscaron convertirse en poema.  Y lo ha logrado. Un buen poema se parece a una escultura perfecta: puedes decir que respira.

Héctor Abad nos ofrece voluntariamente su "Testamento involuntario". La herencia es esta: su libro respira.






MEMENTO

Por Héctor Abad 

Mi padre era doctor y olía a limpio.
Me gustaba el recuerdo de su olor
sobre la almohada
cuando se iba de viaje,
y miraba hechizado
cuando estaba en la casa
su brocha de afeitar.
Con sus cuchillas, por tocarlas,
por medirles el filo que raspaba sus mejillas,
me corté muchas veces
las yemas de los dedos.
¡Esa sangre tan roja entre mis manos!
Por la mañana amaba
las huellas de sus pies en las baldosas
y los rollitos de los calcetines
dejados en el suelo,
y sus muchas corbatas en el clóset
tras el frasco de agua de colonia
Roger Gallet, que alguna vez regué.
Nunca consideré si era feo o buenmozo
por mucho que los otros mencionaran
su nariz de rabino y su cabeza calva.
No lo consideré,
pero cuando mis ojos veían su semblante
para mí era la calma.
Yo tocaba tambor en su barriga
y desde sus rodillas
en las lentas mañanas del domingo
rodaba
piernas abajo por las espinillas.
Mi hermana un día
lo hizo desmayar con un abrazo,
y él siempre a todos nos dejó aturdidos
con la ventosa enorme de sus besos
y con el viento de sus carcajadas.
Mi padre recitaba poemas de memoria
y me leía en voz alta el Martín Fierro
bajo un árbol umbroso de Rionegro.
Todos los sábados se ponía un sombrero
y en su rosal se hacía jardinero.
«Nací en el siglo XIII y campesino,
no tengo otro abolengo».
Como era liberal,
se decía cristiano y comunista
porque amaba a los pobres,
porque sufría con el sufrimiento.
Mi padre vacunaba por las selvas,
daba horas y horas y más horas de clase
en la universidad y también en las cárceles,
participaba en marchas de protesta
empuñando con furia sus pañuelos blancos
y publicaba artículos en los periódicos
diciendo el nombre de los torturadores,
«capitán tal, sargento hijo de tal»,
denunciando secuestros,
asesinatos y desapariciones.
Yo lo quería tanto que, de niño,
había decidido morir si él se moría.
No lo cumplí de grande, hace unos años,
cuando no se murió sino que lo mataron.
Aunque era manso,
tal vez porque era manso lo mataron.
También era valiente y no envalentonado,
era manso y valiente
porque estaba en peligro y no sentía miedo
y su única arma eran las teclas
de una Olivetti azul
o el azul de la tinta de un bolígrafo.
Eso ha tenido un nombre: resistencia.
Nunca entendimos que lo hubieran matado
ni que el traje con sangre
que me entregaron en el anfiteatro
pudiera ser su traje con su sangre.
¡Nunca sangre tan roja entre mis dedos!
Había en los bolsillos un poema
de Borges, «Epitafio»,
una lista de muerte con su nombre,
y una bala incrustada
en el forro del cuello.
La bala fue una de las seis que lo mataron
y no la conservamos;
los nombres de la lista
fueron siendo borrados,
en los meses siguientes,
por los asesinos.
El poema decía:
«Ya somos el olvido que seremos».
Y es verdad. A veces lo olvidamos.
Yo voy a recordarlo el día en que me muera.



(Caracas, viernes 26 de febrero de 1999)